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Bienvenidos! Desde que tengo memoria, despertaron mi interés tres objetos que mi abuelo paterno poseía: su diario, al que había dado comienzo durante su juventud, un álbum de fotos antiguo, en el que llegó a recopilar cientos de fotos suyas y de cinco generaciones de familiares, y el árbol genealógico familiar. Hace poco tuve oportunidad de tomar contacto con toda una rama de mi familia paterna que desconocía, y esto hizo que creciera mi interés en el tema "familiar y genealógico". Espero que este blog sirva para facilitar la comprensión de nuestros parentescos, para que podamos intercambiar información, y para las nuevas generaciones que tengan interés en conocer más sobre su origen. Me gustaría verlo crecer con nuevos aportes, recuerdos, fotos, y con las correcciones o aclaraciones que sean necesarias, y que agradezco por anticipado. Por motivos de seguridad, quisiera que evitemos dar detalles sobre las generaciones presentes, y solo incluír datos sobre las pasadas. Volviendo a agradecer la colaboración recibida, saluda cordialmente, Aurelia F.A. urevale@yahoo.com.ar

jueves, 14 de junio de 2012

Una argentina en Asturias



Valdepares, pueblo de mi bisabuela Rosa

   Es una soleada mañana de domingo. En Casa Rego, mi alojamiento en Valdepares, me indican como ir hacia el cementerio. Me alejo de la carretera principal y tomo un camino empedrado. Camino unos pocos metros y de repente veo, a la derecha, entre los árboles, la parte superior de una iglesia. Un sexto sentido me indica que esta es “LA” iglesia de Valdepares, donde bautizaron a mi bisabuela, y me largo a llorar. Estoy en la tierra que habitaron Rosa Gayol, sus padres, o sea mis tatarabuelos, y también sus abuelos, hace más de un siglo, y saberlo me inunda de emoción. Al ver a lo lejos el cementerio y el mar Cantábrico, vuelvo a estallar en llanto. No puedo creer que estoy realmente aquí. Para asegurarme de que no estoy soñando o visitando el pueblo a través de algún mecanismo de realidad virtual, tengo que tocar alguna cosa, y elijo algo tan sólido como la pared de la iglesia, aunque, de todas maneras, no termino de convencerme. Me seco las lágrimas y sigo el camino hasta el cementerio. La puerta de hierro parece cerrada pero al tocarla veo que no, que está sin llave. Bajo un sol primaveral, totalmente a solas y en medio de un absoluto silencio, recorro cada pasillo y leo una por una cada lápida. Hay varios fallecidos apellidados Gayol como mi bisabuela. Busco la birome o el lápiz para anotar sus nombres, pero no los encuentro, así que les saco fotos, apartando un poco las flores o floreros cuando es necesario. Al terminar cruzo un terreno recién arado, quiero dirigirme hacia ese mar azul que llena el horizonte, pero más allá la vegetación me impide el paso, es alta y temo entre tanto yuyo perderme, ser picada por insectos o hundirme en el barro, no lo sé. Ya tendré tiempo para eso. Tomo el camino de regreso a Casa Rego pensando en mi bisabuela Rosa que seguramente acostumbraba transitar por aquí mismo cuando de chica iba a misa, que llevaba el ganado a pastar por estas tierras, que en el horizonte se encontraba con este mismo mar y desde el mismo punto desde el que ahora lo veo yo, quien seguramente iba a llevar flores a las tumbas de sus abuelos donde antiguamente quedaba el cementerio y ahora hay un pequeño parque con juegos infantiles, y donde, bajo una estatua, se puede leer la siguiente inscripción: “Gracias a nuestros antepasados por su legado”, que coincide con lo que en este momento dice mi corazón.


Por la tarde conozco a Manolo, mi pariente de Valdepares, (su abuela era hermana de mi bisabuela) y a su mujer, Concepción. Ambos se deshacen en atenciones. Ella entiende que me costaría llamarla por su apodo tan español, Concha o Conchita, y sugiere que entonces la llame por su nombre. Manolo tiene un aire a papá, solo que con los ojos claros y con las cejas más gruesas y tupidas que vi en mi vida. A lo largo de dos días me convidan con chuletas, chorizos caseros, huevos de sus propias gallinas, guiso de vainas (como chauchas pero de color amarillo), y flan casero, y me llevan a pasear por los alrededores. Gracias a ellos conozco Rivadeo, Tapia de Casariego, Viavelez y Navia. Me enamoro de los paisajes asturianos, en cierto punto hasta me empalagan: demasiado verde, demasiado cielo para mí, que soy “un bicho de ciudad”, como dicen los Piojos en ese tema musical. Pero nunca demasiado mar, ¡eso sí que no! Me reservo lo mejor para el día siguiente: ir caminando desde Valdepares hasta un pueblo vecino, Campos, donde vive otro familiar lejano, Efrén, a quien hace un par de años contacté por teléfono gracias a la ayuda de Rubén, un amigo virtual de Salave a quien conocí a través de un grupo de Facebook.  


Dos piezas de granito y un prado con historia. 



Al día siguiente, tras una caminata por la carretera de un par de kilómetros, y tras pedir indicaciones a una señora que pasaba por allí, llego a la casa de Efrén. El mismo sale a recibirme. No hace falta que me presente, ya sabe que soy Aurelia, la “prima” argentina, como me presentó luego a sus vecinos. Me hace pasar a su casa de dos plantas, donde conozco también a su hermana Gertrudis. Les cuento que tengo la intención de ir a conocer la iglesia de Salave y el cementerio, y Efrén no duda en ofrecerse a acompañarme, dice que no quiere que vaya sola. Se pone un sombrero para protegerse del sol y partimos. Efrén tiene 86 años y es menudo, como su hermana Gertrudis, ninguno de los dos debe medir más de un metro cincuenta. Ella tiene ojos celestes, me parece que Efrén también, o tal vez parecen azules por las cataratas de las que me habló. Me llama la atención que en su cara redondeada las arrugas brillan por su ausencia. Caminamos hasta la iglesia que conozco solo por fotos, al verla desde lejos se me corta la respiración. Se que no es la misma que visitaban mi bisabuelo y sus antepasados, que ésta es un poco más moderna, pero igual me emociono. No podemos entrar, está cerrada con llave (Salave no tiene sacerdote propio y quien quiera ir a misa de domingo debe ir a Valdepares o a Tapia). Saco un par de fotos y luego vamos hasta el cementerio, un poco más amplio que el de Valdepares. Efrén me muestra el panteón familiar donde descansan los restos de Bertha, una de sus hermanas, y un poco más allá, las tumbas de sus padres, Santiago y Domitila. Me dice que queda un lugar para enterrar a alguien más junto a ellos, y se pregunta con tranquilidad y una sonrisa un tanto pícara para quién será, si para él o para alguna de sus hermanas. Le pregunto por el terreno donde antiguamente estaba ubicada la Cada de la Venta, me responde que allí no hay nada para ver, que hay solo prado, y no quiero insistir. Lo que sí acepta mostrarme, son dos piezas de granito sin ningún tipo de inscripciones, que reposan a lo largo del pequeño cantero con flores que hay en la parte posterior de su casa. Es todo lo que queda de la Casa de la Venta, cuna de mi bisabuelo Marceliano, sus hermanos, y generaciones de sus antepasados. Les saco un par de fotos, Efrén bromea diciéndome que si las quiero que me las lleve. Por supuesto que me encantaría pero es imposible por su tamaño, sonrío pensando en la multa por exceso de equipaje que me harían al tomar el avión de regreso a Argentina, si solo encontrara la manera de llevarme una de ellas. Al día siguiente vuelvo a encaminarme a Salave (esta vez desde Tapia adonde me dejaron Manolo y Concepción) decidida a llegar, costara lo que costara, al terreno donde se ubicaba la Casa de la Venta. Pregunto, camino, vuelvo a preguntar, y vuelvo a caminar hasta dar con el terreno baldío lleno de yuyos que hace años soñaba con conocer. Mi meca, como yo lo llamaba. Una meca de tierra, piedras y pastos altos donde no pude hacer nada más que sacar un par de fotos y hacerme sacar una por los vecinos de al lado, Manolo (cuando no, otro Manuel) y María Antonia. Tomo un par de piedras como recuerdo, me dicen que dificilmente sean de las originales, pero no me importa. “Lo logré, te encontré”, le digo al terreno y a la casa de piedra que dibujo con la mente, similar a otras casas antiguas que hay por la zona y que todavía se mantienen en pie. Retomo el camino, con mis pensamientos me despido de la Casa de la Venta y de la iglesia, pienso con tristeza que tal vez nunca vuelva a verlas, salvo en las fotos que les tomé.  



El Cantábrico, un regalo inesperado

Camino de regreso a Valdepares por la carretera rodeada por una abundante vegetación, rocas, y antiguas casas de piedra en diferente estado de conservación. En una de las curvas me encuentro sin previo aviso con una bellísima vista de una playa y el mar. Es él, es el mismo mar azul con sus rocas cubiertas de verde, el mismo de la foto que cuando empecé a planificar mi viaje puse en mi página de Facebook para no olvidarme de mi meta, mi objetivo, mi sueño. Un río, varios botes y una bandada de gaviotas completan el paisaje. Tengo que acercarme, tengo que bajar. Salgo de la carretera, sigo un camino en bajada, casi corriendo lo recorro, y entre surcos cada vez mas angostos entre el pasto me acerco al río buscando una manera de llegar hasta el mar, pero la vegetación cada vez más alta y salvaje me lo impide. No logro ver el suelo que piso, estoy con zapatillas y una mini de jean y termino con las polainas llenas de abrojos. Cuando me doy cuenta me sangran las piernas por varios raspones.

Vuelvo a subir y tomo el otro camino, el de la derecha, y este sí que me conduce a la playa. Piso la arena, me saco zapatillas, polainas, medias, y con mis pies descalzos camino entre arena y piedras hasta el mar. Me olvido del cansancio y de los raspones que todavía sangran: el paisaje me deja extasiada, sin palabras. Le saco fotos con la camara, con la mirada y con el alma. Bah, con la mirada se me complica un poco porque tengo los ojos bañados en lágrimas. Dialogo con este mar, el de la playa de Porcía, le pregunto si mis bisabuelos, si mis tatarabuelos asturianos estuvieron aquí si contemplaron fascinados estas mismas rocas rodeadas de espuma marina. El mar me contesta que sí, y sonrío feliz. Valió la pena. Aquí estoy, donde siempre quise estar, desde que con infantil curiosidad contemplaba, enmarcado y colgado en la habitación de mi abuelo, ese árbol genealógico que nombraba una casa, la de la Venta, habitada por varias generaciones de mis antepasados, ubicada en un lejano pueblo español llamado Salave, que más adelante supe que se encontraba muy, muy cerca del mar. Un sueño hecho realidad, un encuentro, o más bien, un reencuentro, con mi parte asturiana que, ahora lo se, desde siempre circulaba por mi sangre.  


Un último adiós a mis nuevos “pagos”, los asturianos

No quería irme de Asturias sin volver una vez más a Valdepares, a Salave y a esa playa pequeña y pedregosa de Porcía adonde el mar Cantábrico y yo nos encontramos por primera vez. El día anterior llovió mañana, tarde y noche y eso hizo que estuviera a punto de renunciar a mis planes. Testaruda como soy, preferí pagar una noche más en un hostal de Oviedo y decidir por la mañana según como se diera el clima. No tuve que arrepentirme: el domingo amaneció sin lluvias y como si esto fuera poco pronto salió el sol, quizás un regalo desde el más allá de parte de mis ancestros para permitirme visitar una vez más sus pagos. Tomo el autobús Alsa a media mañana y dos horas y media después bajo en Valdepares. La iglesia de San Bartolomé esta vez está abierta, así que puedo sentarme un par de minutos y tomar una foto del interior. Camino hasta el cementerio sin entrar en él, y desde ahí tomo el camino que me conduce hacia el mirador del Cabo Blanco. Y allí, entre acantilados, rocas y desniveles, me vuelve a sorprender el Cantábrico. La belleza del paisaje me supera, no puedo evitar estallar en exclamaciones de asombro, le hablo a ese mar azul, salvaje e increíble como una enamorada, le susurro “Hola amor, hermoso, bello…”, mientras los ojos se me llenan de lágrimas. Decido llegar a Salave bordeando la costa en vez de ir por la carretera principal, y lo hago deteniéndome cada vez que el camino lo permite para asomarme al abismo rocoso que me separa del mar y para tomar decenas de fotos. Luego de kilómetros de rocas y curvas llego a la playa de Porcía, me detengo a tomar unos tragos de agua fresca de la ducha del mirador y bajo los escalones de piedra. Desde este lugar no hay playa, la escalera termina directamente en el mar. Me saco las zapatillas y las medias, me arremango el pantalón y dejo que el agua fría toque mis pies parada sobre el último escalón. No se oye nada más que al mar y a las gaviotas. Minutos después uelvo a subir, tomo unos tragos más de agua, me cruzo con tres personas (las únicas que andaban por allí), y bajo por el otro lado, a la misma playa donde estuve la semana anterior, esta vez reducida a unos pocos metros de arena por la crecida del mar. A pesar de la tarde soleada no hay nadie en ella. Me saco la remera y el pantalón: debajo, previsora, llevaba mi bikini negra. Chapoteo feliz entre las olas, fotografío el horizonte, la espuma marina, las rocas, las gaviotas, filmo el paisaje para llevarme de recuerdo el rugido del mar. Hasta que me digo a mi misma: “basta de tomar retratos”, ya que mi afán de atesorar imágenes y de filmar me está impidiendo relajarme y disfrutar de verdad. Hago a un lado la cámara, el celular y hasta el reloj y los pongo a resguardo del agua para dejar que el Cantábrico acaricie mis tobillos y mis rodillas y me hable, y lo hace: me cuenta de atardeceres en los que mis ancestros, los Pérez de Presno, los Méndez Jarén, los Fernández de la Vega, los Sanchez de Ron, los Gayol y los Fernández Acevedo contemplaron este mismo azul, estas rocas, se bañaron en estas mismas aguas, soñaron aquí mismo, y que incluso los más osados y enamorados, hicieron el amor en esta misma playa. Sentada en la arena y sin otra compañía que la de aquellos antepasados, me animo a hacer el primer topless de mi vida y me saco el corpiño, una experiencia nueva y liberadora que no dura más de un par de minutos. Chapoteo un pocos más, y me despido por fin del mar diciéndole en voz alta que nunca lo voy a olvidar. Me visto y retomo el camino. Llegando a Campos una vieja carreta que reposa en un depósito con aspecto de estar en desuso me llama la atención y le tomo una foto. Enseguida me sorprendo ya que me doy cuenta de que estoy en la parte posterior de la casa de Efrén, donde está el cantero con las dos piezas de granito, ultimo vestigio de la casa de la Venta. “Qué mejor lugar para sentarme a descansar que sobre ellas”, me digo sonriendo. Lo hago y vuelvo a sonreír, mi trasero argentino reposa sobre los restos de la casa de mis antepasados asturianos, todo un honor para mí y una falta de respeto hacia ellos. Saco un par de fotos y se asoma a unos metros una mujer mayor, la saludo con la mano y me voy. Camino hasta la iglesia, sigo hasta el cementerio, lo recorro de punta a punta y tomo fotos de las lápidas con información que me pueda interesar. Se me ocurre pensar qué pasaría si alguien cerrara la puerta sin saber que estoy dentro y quedara encerrada allí, con una galletita de chocolate por toda provisión y sin crédito en el celular para pedir auxilio. Si volviera a llover, si me viera obligada a pasar la noche ahí. Supongo que tendría que buscar refugio en alguno de los panteones vacíos que vi con la puerta abierta, tres estantes de piedra a cada lado y nada más, hasta que alguien abriera la puerta al día siguiente. Me apuro a salir, por las dudas. Al terminar me alejo unos 200 metros y me doy cuenta de que no llevo la cámara de fotos. Regreso al cementerio, la había dejado apoyada sobre un panteón al tomar unas notas. Solo me falta darle un último adios al prado donde estuvo ubicada la Casa de la Venta. En el camino tomo fotos y filmo, las campanadas de la iglesia suenan cuando paso frente a ella. Otra vez mi imaginación vuela, me dice que son mis ancestros quienes las hacen sonar para mí a modo de saludo, y me emociono. Paso frente al grupo de casas llamado “de la llagúa” (o laguna), de donde eran los bisabuelos de Patricia Gayol, (a quien todavía no conozco personalmente pero con quien por mail nos llamamos "vecinas ancestrales") entre el canto de los gallos, el de los grillos y el mugido de las vacas. Una de ellas muge como si me llamara, me recuerda a mi hijo, será que usó el mismo tono con el que él suele llamarme “Maaaaaaa” y esa idea me hace reír. Parada en el prado que fue de mis ancestros filmo el paisaje de alrededor, me despido, esta vez por última vez, y me voy. Metros más allá, una pareja de ancianos dejan pasar la tarde con la mirada perdida y sin hablarse, son las únicas dos personas que crucé por Salave hoy. Camino a Valdepares por la carretera. Cansada como estoy luego de casi cinco horas de caminata, hago dedo por primera vez en mi vida a varios de los autos que pasan, pero nadie para. Será que los asturianos no acostumbran ver a caminantes hacer dedo, me digo. En Casa Rego, sedienta, tomo una chocolatada y después una Coca Cola como la sirven por acá, con una rodajita de limón y cubitos de hielo dentro del vaso. Aprovecho para hojear un diario de Galicia que está sobre la barra y para pasar al baño. Al regresar, presto atención a los dos únicos clientes del bar que discuten, al parecer sobre política y sobre religión, mala combinación con los tragos que están tomando. En pocos minutos escucho todos los “ostias”, “joder”, y “vaya, tío”, que no había oído desde que llegué a España. Para mi alegría, el hombre que atiende el lugar me entrega una bolsita con un par de cosas que me había dejado allí la semana anterior cuanto me alojé por dos noches: un broche de pelo, una vincha, una pinza de depilar y un adaptador para enchufar el cargador de mi celular. Ojala todos los que trabajan en hotelería actuaran así, yo se porqué lo digo… Tomo el Alsa de regreso a Oviedo despidiéndome también de Valdepares, y dandole las gracias a mis ancestros asturianos por regalarme este encuentro mágico con sus lugares de origen. Valió la pena. Vaya si valió la pena, tío. Joooder.

Agradecimientos: a Manolo y Concepción de Valdepares por su hospitalidad, a Rubén de Salave y a su esposa Cristina por la invitación a almorzar, el paseo y la llamada de cumpleaños, a Efrén de Campos por recibirme y acompañarme en mi primer día de recorrida por Salave, a la gente del grupo de Facebook de "Valdepares, lugar de encuentro" quienes me ayudaron a localizar a los descendientes de los Gayol, a Vicente (otro familiar, ya que nuestros tatarabuelos F.A. eran hermanos) y a su esposa Ana, de Gijón, quienes merecerían un párrafo aparte por la riquísima fabada asturiana a la que me invitaron y por compartir su interés genealógico y sus datos conmigo, a José Antonio, de Oviedo, un amor de persona, quien también merecería otro párrafo por su invalorable ayuda a la hora de buscar datos de bautismos y casamientos en el archivo diocesano, a Nano, mi compañero, por su apoyo y contención a la hora de encarar este viaje,  a mis padres, y a cada una de las personas que aportaron su granito de arena para que fuera posible cumplir este sueño. Gracias y mil veces gracias.


Comentarios recibidos: 


Para Aurelia y todos los F.A.:
Qué hermosa tu experiencia en Asturias y qué bien relatada! Recuerdo que mi abuela Julia Fernández de Fernández Acevedo contaba y nombraba la casa de la Venta  de Salave. qué suerte que has podido hacer ese recorrido. Cariños a todos, Isabel F.A. (Rosario)

Mi muy querida Aurelia. Muy bueno, muy emocionante, muy bien escrito, tu singular relato de esa experiencia epifánica de recorrer las tierras de los ancestros. Para mi, y en esto me acompañó Pedro, mi marido, fue una escritura reveladora, algo que nos conmovió profundamente. Muchas, muchas gracias por compartir con todos nosotros, la tribu de los Fernández Acevedo, la maravillosa visita a esas tierras.
Realmente tus investigaciones genealógicas son de una profundidad increíble. Y cómo nos hace reflexionar todo esto. Pensar en estas generaciones que nos precedieron y cuyas vidas , de alguna manera, sentimos tan cercanas.
Tantas veces miramos ese árbol genealógico. Entonces parecía sólo un viejo registro, enigmático, y ahora se ha llenado de sentido, de significados.
Te agradezco de nuevo que puedas transmitir esa experiencia. Ahora, con tu relato y el de Carlos F.A., ya tenemos algo para recuperar nuestros recuerdos de viejos cuentos escuchados en casa.
Un gran beso. Y un gran beso para toda la familia Fernández Acevedo. Ojalá pronto se cumpla esto de un encuentro . 
Yolanda F.A. (Salta)

Con tu relato de lo que viviste haciendo realidad tu sueño y el de muchos, me hiciste sentir nuevamente en esas tierras. Espectacular tu forma de escribir y transmitir, Te felicito!
Isabel (Tucumán)
Que linda experiencia Aurelita, como estamos organizando un viaje a españa me meti en el blog hace unos dias y me encantó!!! me hiciste vivir esos lugares como si yo tambien estuviera!!!!!! (...). Realmente has hecho un relevamiento familiar buenisimo!!!!! historico y actual... besos  Esmilda F A (Sta Rosa, La Pampa)

Ya he leido todo tu diario por España y sobre todo por Asturias.Es muy emotivo. Se te ve que mereció la pena tanta espera.Aunque espero que esta no sea la última vez que vengas por este bello lugar.
Rubén (Salave, Asturias, España)

Cuántas experiencias, recuerdos y lazos que se hacen carne y nada mas y nada menos que en la piel de la misma persona que un día comenzó a diagramar su árbol genealógico y años después ese árbol se convirtió en una hermosa realidad al pisar el mismo suelo que aquellos antepasados familiares mas directos y mas remotos habitaron en algún momento de la vida. Hermoso relato, emocionante, sentí a Manolo, a Conchita como mis propios familiares y los recibí en mi mundo virtual con gran emoción. Felicidad que hayas podido ver y sentir aquellos lugares que forman parte de tu historia!                                                                                     Rodrigo Machado (amigo)

Hola Aurelia:
Leí tu relato con sumo placer porque escribís muy bien y con el alma, tanto que me hiciste revivir emociones propias que también sentí al pisar el terruño de nuestros ancestros y conocer a nuestros parientes lejanos y viejitos que tenemos allá. Me alegro mucho que hayas podido cumplir el sueño, que veo, te acompaña desde siempre. Leí tu relato varias veces, disfrutando todos y cada uno de los pequeños detalles que fuiste apuntando con espíritu agudo, introduciendo de vez en cuando un toque de humor. Gracias por hacerme revivir mi propia experiencia.
Te hago llegar un fuerte abrazo y un cordial saludo para tus padres y tu hijo.
Afectuosamente
Carlos F.A. (Córdoba)